Los entrenadores son el eslabón más débil de un equipo y los que más sufren. El fútbol no tiene memoria y son muchos los que un día son alzados a un pedestal y al siguiente acaban pisoteados en el barro. Es difícil encontrar un técnico que alguna vez no haya sido destituido. Haberlo haylos, como las meigas, pero su porcentaje es ínfimo.
Hay quien dice que uno no se termina de hacer entrenador hasta que no lo destituyen. Ser entrenador supone un gran esfuerzo mental para aguantar esa presión que no sufre ningún otro de los actores de este juego. El director deportivo puede equivocarse con los fichajes, el presidente puede ser un mal gestor y endeudar a la entidad, los jugadores no rendir, unas veces porque no dan más de sí, otras porque las cosas no fluyen, otras porque no les gusta el pampaneo y se dejan llevar, pero a ninguno se le echa a las primeras de cambio como ocurre con los técnicos.
Los jugadores que no han rendido serán traspasados, cedidos o no se les renovará el contrato, lo mismo con los directores deportivos. De los presidentes, como ha cambiado el sistema de negocio, ahora son también dueños, así que a tragar con lo que haga, que el club es suyo. Pero los entrenadores, da igual que hayan ganado una Liga, una Copa, metido al equipo en Champions o, como Ramis, hayan devuelto al Albacete a sus mejores tiempos y lo hayan metido en un playoff de ascenso a Primera. Todo eso es historia y a la que llegan los malos resultados se abre la puerta de salida.
En Albacete nos ha pasado con muchos, desde Benito Floro, pasando por Julián Rubio, César Ferrando o Luis César Sampedro. Ahora le tocó a Ramis, la ley del fútbol, la dependencia de los resultados. Un día eres Dios y al otro Lucifer. Para ser entrenador hay que estar hecho de una pasta especial, por ser una profesión cruel y, muchas veces, injusta.