En tiempos donde la libertad de expresión está cada día más cercenada por los intereses políticos y económicos de los que nos gobiernan, nos gobernaron y nos quieren gobernar, somos expertos en dar pasos hacia atrás.
Y como siempre, el fútbol es un fiel reflejo de todo ello. Así, hemos convertido los estadios, aunque sean municipales, en cotos cerrados para los que dirigen el negocio, que utilizan la censura y la represión por mor de sus intereses.
«El negocio es mío y los medios de comunicación tienen que decir lo que yo quiera». Ese es el mensaje que se nos lanzan un día sí y otro también desde LaLiga. A los aficionados los queremos conectados a las plataformas audiovisuales, dispuestos a ver, previo pago, sólo y exclusivamente lo que al realizador le parezca correcto. Nada de mostrar imágenes que puedan perjudicar su inmaculada imagen, como una pelea entre dos banquillos, una alevosa patada de un futbolista o una pancarta en la grada sobre cualquier reivindicación.
El mundo de la gominola conlleva cerrar los entrenamientos, decidir lo que es o no es noticia y quién debe ser el protagonista. Hay que tener mucho cuidado no vaya a ser que algún jugador saque los pies del tiesto y diga alguna inconveniencia, así que le cerramos la boca a los que han sido expulsados, están lesionados, han recibido la reprimenda del entrenador o se ha peleado con un compañero. Por supuesto, prohibido hablar los que no juegan, no sea y reivindiquen su sitio en el equipo rajando del técnico.
Y claro, ante tanta censura, luego aparece la represión, con multas a todo el que no sigue la doctrina marcada por el gran gurú del fútbol patrio, que ha hecho ricos a los clubes y trata, por todos los medios, de limitar la libertad de información de los que día a día intentan contar las cosas que pasan, buenas y malas.
